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Lo miro y no puedo evitar pensar en el título del libro de Ryszard Kapuscinski: Cristo con un fusil al hombro.
Ya es un hombre de mediana edad, pero lo veo y lo imagino como un joven guerrillero, símbolo de la utopía, de la lucha que parece, de antemano, perdida.
Sí, esto es lo que pienso cuando lo miro.
“Yo empecé a pintar a los siete meses de que caí en la cárcel”.
Es moreno, tiene la cabeza ya casi toda cubierta de canas, es bajo de estatura pero de complexión fuerte, ruda, tiene un rostro severo que parece tallado en piedra, pero es de fácil, amplia y pronta sonrisa. Jacobo Silva no se inmuta cuando dice “cárcel”. Le es natural hablar de los 10 años que pasó entre el penal de máxima seguridad de Almoloya de Juárez, hoy conocido como El Altiplano, y en El Rincón, en Tepic, Nayarit. Tal vez porque de tanto mencionarlo, el infierno ha dejado de serlo.
Hablar de la pintura también le entusiasma; es motivo de orgullo, signo inequívoco de identidad:
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